La Masacre del Campo de Marte fue un incidente que tuvo lugar el 17 de julio de 1791, cuando los soldados de la Guardia Nacional, bajo el mando del Marqués de Lafayette, abrieron fuego contra una multitud de manifestantes que pedían un referéndum sobre la abdicación del rey y el establecimiento de una república. Fue un punto de inflexión importante en la Revolución francesa (1789-99).
Si bien la idea de una república francesa había sido prácticamente impensable en los primeros momentos de la Revolución, la fuga a Varennes del rey Luis XVI de Francia (que reinó de 1774 a 1792) en la noche del 20 al 21 de junio de 1791 popularizó la idea, ya que muchos ciudadanos creían que el rey había traicionado a Francia y ya no se podía confiar en él. Espoleados por el radical Club de los Cordeliers, más de 50.000 personas se reunieron en el Campo de Marte para firmar una petición en la que se pedía la abdicación del rey y que el pueblo decidiera si debía haber otro monarca para sustituirlo. El alcalde de París, Jean Sylvain Bailly, buscando restablecer el orden, instituyó la ley marcial y ordenó a la Guardia Nacional que dispersara a los manifestantes, lo que dio lugar a la masacre. El incidente dañó permanentemente la reputación tanto de Bailly como de Lafayette y obstaculizó la causa de la facción monárquica constitucional.
El rey escapa
Para los sirvientes del Palacio de las Tullerías de París, la mañana del 21 de junio de 1791 comenzó como cualquier otra. Exactamente a las 7 de la mañana, dos de los criados reales, el mayor Lemoine y el niño Hubert, entraron en los aposentos de Luis XVI para despertar al rey para su rutina matutina. Pero cuando corrieron las cortinas de su cama, se encontraron con una sorpresa: la cama del rey estaba vacía. Nerviosos, se dirigieron entonces a la habitación del delfín, que también estaba desierta. Con creciente aprensión, Hubert sugirió que debían dar la alarma, o al menos informar a la reina. A Lemoine le horrorizó esta idea; como alto servidor real, sabía que el protocolo de la corte era sagrado. Había que esperar media hora para despertar a Su Majestad. Sin embargo, cuando llegó la hora, se descubrió que María Antonieta también se había ido. Ahora, incluso el estructurado Lemoine podía entrar en pánico (Fraser, 333).
A las 11 de la mañana, la noticia de la partida de la familia real circulaba por todo París. Grandes multitudes se habían reunido frente a las puertas de las Tullerías, gritando insultos odiosos contra los muros del palacio, contenidos en su rabia solo por la reunión de los Guardias Nacionales. El comandante de la Guardia, Gilbert du Motier, marqués de Lafayette (1757-1834), estaba especialmente mortificado; la seguridad del rey había sido su responsabilidad. "Los pájaros han volado", dijo un ansioso Lafayette a su amigo, el radical inglés Thomas Paine, aquella mañana. En respuesta, Paine, un republicano que había instado célebremente a las 13 colonias americanas a deshacerse de la tiranía del dominio británico, se limitó a encogerse de hombros. "Que se vayan", dijo (Fraser, 333).
Más tarde ese mismo día, la familia real fue sorprendida en la ciudad de Varennes-en-Argonne, y para el 25 de junio, estarían de vuelta en París, luego de ser escoltados por una mezcla de Guardias Nacionales y devotos patriotas franceses. Se respiraba tensión en el aire parisino, mientras cientos de ciudadanos silenciosos veían pasar a su supuesto rey ciudadano. Su silencio había sido orquestado por el propio Lafayette, que había colocado carteles por toda la ciudad que advertían: "quien aplauda al rey será azotado; quien lo insulte será ahorcado" (Fraser, 344). Sin embargo, no podía haber ningún error en que estos parisinos se sintieran traicionados. Luis XVI había sido sorprendido cuando se dirigía a la frontera con los Países Bajos austríacos. ¿Había pretendido reunirse con un ejército austríaco? ¿Habría dirigido ese ejército contra su propio pueblo? Se había encontrado una carta en los aposentos del rey, en la que Luis XVI denunciaba con vehemencia a los jacobinos, a la Revolución y a las reformas que había realizado hasta entonces. ¿Cómo se podría volver a confiar en un rey así?
La Asamblea Nacional Constituyente tuvo que asumir la tarea de controlar los daños. Su posición oficial, dada a conocer al público en una proclama el 22 de junio, fue que el rey había sido secuestrado contra su voluntad y que la mordaz carta antirrevolucionaria que había dejado había sido plantada por sus taimados ministros. Esta excusa era un completo disparate y se oponía a toda evidencia, pero era una mentira necesaria. La Asamblea estaba a punto de terminar la constitución en la que había estado trabajando durante dos años, una constitución que se centraba en la institución de una monarquía debilitada. En una sola noche, el rey había puesto en peligro esta constitución, así como todos los logros de la Revolución. La Asamblea, por tanto, tenía que salvar la reputación del rey de esta pesadilla de relaciones públicas o arriesgarse al desastre.
La petición
Sin embargo, no todos estaban convencidos de que la monarquía constitucional fuera el camino correcto para Francia, ni de que se pudiera confiar en que el rey volviera a actuar de buena fe. La declaración de Paine a Lafayette, de que debían dejar marchar al rey, planteó una pregunta interesante: ¿Francia necesitaba un rey? Al fin y al cabo, durante los pocos días que estuvo fugado, el gobierno siguió funcionando como si no hubiera pasado nada. La noción de una República Francesa había sido una idea marginal durante toda la Revolución, que solo se discutía en conversaciones casuales de café y casi nunca en serio. Según la corriente de pensamiento dominante, tal institución era aceptable para una sociedad relativamente pequeña y nueva como la de Estados Unidos, pero era impensable para la potencia europea más poblada, una sociedad con más de mil años de antigüedad.
Después de Varennes, el republicanismo seguía siendo una opinión minoritaria, pero ya no era tan tabú. El Círculo Social, un club político hasta entonces desconocido, fue capaz de reunir una multitud de 4000 personas para inundar una reunión de los jacobinos y exigirles que hicieran suyo el llamamiento a la república. El club jacobino, el más importante de los clubes políticos revolucionarios, aún no había llegado tan lejos, aunque algunos de sus miembros seguían deseando que se castigara al rey de alguna manera. Maximilien Robespierre (1758-1794), que hacía poco había pasado a ocupar un lugar central entre los jacobinos, pronunció un discurso en el que acusó al rey y a la Asamblea Nacional de traición, pero se abstuvo de ofrecer ideas sobre lo que debía hacerse, abogando en cambio por dejar esa decisión al pueblo. Otros, como Louis-Marie Stanislas Fréron, fueron menos ambiguos; tras asistir a una obra de teatro que representaba la legendaria instauración de la República romana por Lucio Junio Bruto (siglo VI a.C.), Fréron supuestamente exclamó: "Franceses, ¿por qué no hay ningún Bruto entre vosotros?". (Schama, 564).
Finalmente, la Asamblea decidió castigar al rey suspendiendo los poderes que le quedaban hasta que se completara la constitución. Por supuesto, esto no fue más que un tirón de orejas y no fue suficiente para mucha gente. El Club de los Cordeliers, un club político populista fundado y dirigido por Georges Danton (1759-1794), deseaba que se tomaran medidas diferentes. En los días posteriores a Varennes, los miembros del club redactaron una petición en la que exigían a la Asamblea Nacional la destitución del rey o, en su defecto, que se sometiera el futuro de la monarquía a un referéndum nacional. Respaldados por figuras influyentes como Danton, Jacques-Pierre Brissot e incluso Thomas Paine, los cordeliers declararon que, al huir de París, el rey había abdicado efectivamente, y que era responsabilidad del pueblo elegir su propia forma de gobierno. En palabras del historiador William Doyle, esto fue un manifiesto republicano (154).
Los cordeliers llevaron primero su petición a los jacobinos, esperando obtener su apoyo. Los jacobinos más radicales felizmente dieron su aprobación, pero para la mayoría resultó ser demasiado. Encabezados por Antoine Barnave, Alexandre de Lameth y Lafayette, la mayoría de los miembros activos de los jacobinos renunciaron a su pertenencia al club como protesta ante la postura de aceptación de los radicales. Robespierre, cuyo poder residía en el mando de los jacobinos, entró en pánico y trató de que los jacobinos que habían abrazado la petición retiraran su apoyo. Sin embargo, era demasiado tarde: los antiguos jacobinos se instalaron en el antiguo convento de los Feuillants y se declararon como un club alternativo a los jacobinos y a los cordeliers. Aunque esto pretendía debilitar a los jacobinos, en realidad los radicalizó aún más, ya que los que no habían abandonado el club eran los más extremistas.
Como monárquicos constitucionales, los feuillants condenaron la petición de los cordeliers. El 15 de julio, al día siguiente del segundo aniversario de la Bastilla, Barnave pronunció un apasionado discurso en el que advirtió que cualquier cambio drástico en la Constitución sería peligroso y que prolongar la Revolución conduciría a la calamidad. Ya era hora, argumentó Barnave, de que la Asamblea aprobara finalmente la Constitución y pusiera fin a la Revolución. Sin embargo, los cordeliers siguían decididos a llevar a cabo su petición. En un anuncio publicado en su periódico, la Bouche de fer ("Boca de hierro"), proclamaron que el 17 de julio se celebraría una concentración en el Campo de Marte, que en aquel entonces era un campo abierto reservado a las maniobras militares. Esta concentración era una bofetada a la antigua monarquía francesa y a quienes la apoyaban. Estaba destinada a terminar con violencia.
"Conspiradores del mal"
La manifestación se debía celebrar en el "altar de la patria" que se había instalado para la celebración de la caída de la Bastilla. En la mañana del 17 de julio, una multitud de firmantes fue conducida al lugar por Danton y el periodista Camille Desmoulins (1760-94), otro líder de los cordeliers que había ayudado a instigar el asalto a la Bastilla casi exactamente dos años antes. Se encontró a dos hombres desaliñados durmiendo bajo el altar, y los exaltados rápidamente linchó a estos desafortunados hombres, sospechosos de intenciones traicioneras, como ser espías monárquicos. Cabe señalar que la mayoría de los manifestantes no tuvieron nada que ver con estos asesinatos, ya que los linchamientos se produjeron a primera hora de la mañana, antes de que llegara la mayor parte de la multitud. Sin embargo, en poco tiempo, más de 50.000 personas se reunieron en el Campo de Marte. Muchas de ellas procedían de los sectores más pobres de París, que habían sido los más afectados por los recientes episodios de escasez de alimentos y desempleo, y probablemente muchas eran analfabetas.
Cuando Lafayette se enteró de esta reunión, actuó de inmediato. Desde el 15 de julio de 1789, fecha en la que se le otorgó el mando de la Guardia Nacional, se había tomado su cargo muy en serio; defender la ley, la constitución y las libertades recién conquistadas de sus compatriotas era su deber sagrado. En el caos que estalló tras la Bastilla, Lafayette reprimió la violencia callejera en un intento por restablecer el orden. El 28 de febrero de 1791, posteriormente llamado el Día de las Dagas, se encontraba en los suburbios de París reprimiendo una revuelta cuando recibió la noticia de que cientos de nobles, armados con dagas, descendían al Palacio de las Tullerías. Temiendo un complot para secuestrar al rey, Lafayette se apresuró a regresar justo a tiempo para desarmar y disolver a los nobles. Incidentes como este hicieron que escribiera a un amigo: "Yo reino en París, pero reino sobre una población enfadada y excitada por malvados conspiradores" (Unger, 239).
Esos "malvados conspiradores" eran los mismos hombres que ahora instigaban esta agitación en el Campo de Marte, el lugar donde, el año anterior, el propio Lafayette había dirigido a 300.000 ciudadanos en un juramento de lealtad a la "nación, la ley y el rey". El ataque era personal. En los días siguientes a Varennes, Danton había pronunciado un discurso en el hemiciclo de la Asamblea, acusando al general de faltar a su deber de salvaguardar al rey:
Y usted, señor Lafayette, que ha garantizado recientemente la persona del rey en esta asamblea so pena de perder la cabeza, ¿está aquí para pagar su deuda? Usted juró que el rey no se iría. O bien has vendido a tu país o eres un tonto por haber hecho una promesa por una persona en la que no podías confiar... ¿De verdad quieres ser grande? Vuelve a ser un simple ciudadano y deja de "ayudar" al pueblo francés. (Unger, 273)
Los cordeliers habían distribuido miles de copias del discurso de Danton, mientras que el incendiario periodista Jean-Paul Marat había pedido la cabeza del general. Poco después, la Guardia Nacional disolvió una turba que marchaba en dirección a la casa de Lafayette, portando picas afiladas. Todo esto, junto con la gran responsabilidad de su cargo, debió de pesar sobre los hombros de Lafayette cuando se reunió con el alcalde de París, Jean Sylvain Bailly. Presionó a Bailly para que instaurara la ley marcial, citando como justificación el asesinato de los dos hombres en el Campo de Marte por parte de los manifestantes. Bailly, que había dudado en tomar tales medidas, ahora aceptó, y puso a la ciudad bajo la ley marcial. Esta decisión resultaría fatal, ya que le costaría a Lafayette su carrera y a Bailly su cabeza. Ninguno de los dos lo sabía, por supuesto, mientras Lafayette montaba su caballo blanco y dirigía personalmente a sus hombres hacia el Campo de Marte.
Masacre
La Guardia Nacional no tardó en llegar entre los manifestantes, claramente como invitados no deseados. Un año antes, la aparición de Lafayette en este mismo lugar inspiró vítores durante el Festival de la Federación. Ahora, solo recibió un grave silencio y miradas hostiles. Los guardias nacionales llevaban la bandera roja de advertencia, una clara indicación de que los manifestantes debían dispersarse o atenerse a las consecuencias. El propio Bailly llegó con tropas adicionales, y la tensión aumentó. Lejos de dispersarse, la muchedumbre se enfrentó a los soldados primero con abucheos e insultos, y luego con andanadas de piedras. Aunque la mayoría estaba desarmada, algunos disparos salieron de la muchedumbre, sin que Lafayette pudiera verlos, pero alcanzaron a un dragón. La Guardia Nacional devolvió el fuego.
Hombres, mujeres y niños se derrumbaron en el suelo cuando la Guardia cargó contra ellos. El aire se llenó de un humo espeso y de gritos de terror mientras 50.000 personas tropezaban unas con otras para escapar. Al final, al menos 13 personas murieron, aunque algunas fuentes contemporáneas elevan la cifra a 50. Otras decenas de personas resultaron heridas.
En las semanas siguientes, Lafayette reprimió a los activistas republicanos y antimonárquicos. Unos 200 líderes conocidos del movimiento fueron arrestados. Danton huyó a Inglaterra y los periodistas Desmoulins y Marat se escondieron. Incluso Robespierre, que no había participado en la manifestación, pero que había condenado a la Guardia Nacional y la masacre, pasó desapercibido durante un tiempo. Por el momento, parecía que Bailly y Lafayette habían aplastado de un plumazo el incipiente movimiento republicano. Con los jacobinos desintegrados y los cordeliers en fuga, los feuillants reinaban en el poder.
Consecuencias
Una vez contenidas las peticiones de república y de abdicación del rey, al menos temporalmente, la Asamblea Constituyente se dedicó a completar su trabajo. Encabezados por Barnave, los feuillants introdujeron enmiendas de última hora en la Constitución para reforzar la posición del rey y hacerla más aceptable para Luis XVI. Por supuesto, Luis XVI no estaba nada contento con el resultado, pero lo aceptó de todos modos cuando se lo presentaron en septiembre. Francia era ahora oficialmente una monarquía constitucional, con Luis XVI como rey-ciudadano. Sin embargo, era un sistema que no gustaba a mucha gente, basado en un rey que tramaba la contrarrevolución a puerta cerrada. Va de suyo que el endeble éxito de los feuillants no iba a durar mucho. En un año, Francia entraría en guerra con Austria y Prusia, y durante ese tiempo los jacobinos ascenderían al poder. El 21 de septiembre de 1792, la monarquía constitucional fue abolida en favor de la Primera República Francesa.
Sin embargo, el pueblo de París no olvidó ni perdonó la masacre del Campo de Marte. Un año antes, Lafayette y Bailly habían sido adorados como campeones de la Revolución. Ahora, los sucesos del 17 de julio eran manchas oscuras en sus reputaciones que nunca se borrarían del todo. Lafayette ya no era visto como el héroe audaz que lo había arriesgado todo para luchar por la libertad en la Guerra de la Independencia, sino que ahora el pueblo lo veía con desconfianza y luego se convertiría en un blanco popular de los discursos incendiarios de Robespierre y Danton. Aunque Lafayette recibió el mando de un ejército en 1792, la presión de los jacobinos lo hizo huir de Francia, lo que le llevó a ser arrestado en los Países Bajos austríacos mientras intentaba reservar un pasaje a Estados Unidos. Pasaría la mayor parte del resto de la Revolución en una prisión austríaca. Bailly, por su parte, no tuvo tanta suerte. Tras renunciar a la alcaldía en noviembre de 1791, se trasladó a Nantes, pero posteriormente fue reconocido y encarcelado. El 12 de noviembre de 1793 fue guillotinado, principalmente por su papel en la masacre. Fue ejecutado en el Campo de Marte.
Junto con la fuga a Varennes, la masacre del Campo de Marte marcó un punto de inflexión en la Revolución francesa. Presa del pánico por la traición del rey, el pueblo comenzó a cuestionar la utilidad de la futura constitución para proteger sus derechos. Estas dudas no hicieron más que ampliarse cuando los soldados de la Guardia Nacional, aparentemente para protegerlos, acribillaron a ciudadanos desarmados por orden de hombres a los que admiraban. La masacre, por lo tanto, tuvo el efecto de completar lo que Varennes había comenzado, cambiando la marea de la opinión pública lejos del rey y sus aliados. Si bien muchos habían visto el fin de la Revolución, ahora no había vuelta atrás. La Revolución todavía tenía un largo camino por recorrer, y sus días más oscuros todavía estaban por llegar.