Plutón es el dios del inframundo en la mitología romana. Su homólogo griego era Hades. Plutón decidió no sentarse nunca en el Olimpo con los demás dioses y diosas, y prefirió permanecer en el inframundo.
Familia
Plutón (Hades) era hijo de los titanes Saturno (Cronos) y Ops (Rea) y hermano de Júpiter (Zeus) y Neptuno (Poseidón). Tras vencer a los Titanes, Júpiter asumió el trono vacante de Saturno como dios del cielo y gobernante del mundo. Manteniendo la supremacía, dividió parte de su reino entre sus dos hermanos: A Neptuno le concedió autoridad sobre los mares y todos los ríos, mientras que Plutón obtuvo el control del Tártaro y el inframundo (a veces llamado Región Infernal o Hades) y, como gobernante del inframundo, tenía dominio sobre los muertos; era deber del dios mensajero Mercurio (Hermes) conducir las almas al inframundo.
En su corte, Plutón estaba sentado en un trono de ébano junto a su reina Proserpina (Perséfone), pero ella era una reina reacia. Secuestrada por Plutón y convertida prácticamente en prisionera, se veía obligada a pasar tres (algunos afirman que seis) infelices meses al año en el inframundo; el resto del año lo pasaba en la Tierra como diosa de la vegetación. Mientras Ceres (Deméter) buscaba a su hija tras el secuestro, se enteró por la ninfa del río Aretusa, que había visto a su hija en el inframundo, de que Proserpina «parecía ciertamente triste y su rostro aún perturbado por el miedo, pero sin embargo era una reina, la gran reina de ese mundo de tinieblas, la poderosa consorte del tirano del inframundo» (Ovidio, 98).
Carácter y atributos
A diferencia de sus hermanos, Plutón no solo invocaba un gran temor en los humanos, sino que también era el más detestado. Era «el lúgubre ladrón que robaba a la gente sus seres más queridos» (Berens, 122). Su nombre era tan temido que los mortales nunca lo mencionaban en voz alta. Siempre que estaba en la Tierra en busca de una víctima, Plutón iba en un carro de oro tirado por cuatro corceles negros como el carbón. Al escribir sobre el carro de Plutón, Ovidio dijo: «Su captor [de Proserpina] aceleraba su carro y apuraba a sus caballos llamando a cada uno por su nombre y agitando las riendas oscuras sobre sus cuellos y crines» (95). A veces llevaba un casco hecho especialmente para él por los cíclopes, y portaba un tenedor de dos puntas como cetro o las llaves del inframundo. El casco podía otorgar a su portador el poder de la invisibilidad. A veces utilizado tanto por mortales como por inmortales, fue puesto a disposición de Perseo en su batalla contra la Gorgona Medusa.
Cerbero y Caronte
Entrar en el inframundo era mucho más fácil que salir, una hazaña considerada casi imposible. La entrada estaba custodiada por Cerbero, un perro de tres cabezas cuya boca goteaba veneno y provocaba el miedo de todos los que entraban. Sin embargo, no todos los que entraban tenían miedo cuando se enfrentaban a Cerbero. Cuando Juno, llena de odio, viajó al inframundo para consultar a las Furias, «entró allí, y el umbral gimió bajo el peso de su sagrada forma. Cerbero levantó su triple cabeza y lanzó sus tres aullidos. La diosa convocó a las Furias, hermanas nacidas de la Noche, divinidades mortales e implacables» (Ovidio, 75). Hesíodo, en su Teogonía, escribe: «Un perro monstruoso monta guardia despiadado al frente, con malvadas maneras... al acecho devora a cualquiera que sorprenda saliendo por las puertas...» (Hesíodo, 48). A diferencia de un inmortal, un mortal sí sentía miedo al enfrentarse a su destino eterno.
El espíritu (a veces llamado sombra) de un mortal que entraba en el inframundo debía enfrentarse primero a la travesía del río Estigia, el río de las tinieblas. El río Estigia era uno de los cinco ríos del inframundo: los otros eran el Cocito, compuesto por las lágrimas de los condenados a trabajos forzados en el Tártaro; el Aqueronte, el río del dolor y la desdicha; el Leteo, que tenía el poder de hacer olvidar todas las cosas desagradables y separaba los Campos Elíseos del resto del inframundo; y, por último, el Flegetonte, el río de fuego que rodeaba el Tártaro.
La travesía de la Estigia se hacía en una vieja barca conducida por el viejo y «espantosamente sucio» barquero Caronte. En su Eneida, Virgilio habla del héroe troyano Eneas, que viaja a los infiernos para encontrar a su padre y conocer su destino. Su guía, Sibila, le dice: «... ese barquero es Caronte: los que él transporta han tenido sepultura. Nadie puede cruzar la orilla de ese río de voz áspera hasta que sus huesos hayan descansado» (139). Para cruzar la Estigia, un espíritu debe pagar al barquero con una moneda (un óbolo) que solía colocarse bajo la lengua del difunto. De lo contrario, el espíritu debe vagar durante 100 años antes de cruzar. Aunque a menudo se la considera oscura e intimidante, la Estigia también tiene el poder de impartir invencibilidad, como se observa en la casi invulnerabilidad del héroe griego Aquiles.
El juicio de los muertos
Cerca del trono de Plutón se sentaban los tres jueces: Minos (antiguo rey de Creta), Radamantis (su hermano) y Éaco, que interrogaban a todas las almas, clasificando sus pensamientos y acciones terrenales, buenas y malas, y colocándolas en la balanza de Temis, la diosa de la justicia que tenía los ojos vendados, y cuya espada afilada hacía cumplir sus decisiones «sin piedad». Minos tenía el deber de emitir la decisión final. Si el bien superaba al mal, el espíritu iría a los Campos Elíseos; si el mal superaba al bien, el espíritu debía sufrir los fuegos del Tártaro, un lugar oscuro y lúgubre de pena sin fin y tormento incesante. En la Eneida, mientras se encuentra en el inframundo, Eneas siente el sonido de cadenas chocando y pregunta: «¿Qué clase de criminales son éstos?». Sibila responde que «ningún alma justa puede pisar el umbral de los condenados... Aquí gobierna Radamantis, y su gobierno es de lo más severo, juzgando y castigando a los malhechores, obligando a confesar a cualquiera que, en la tierra, pasara alegremente desapercibido...» (146)
Furias, Parcas y Gorgonas
Para ayudar a gobernar su reino, Plutón empleó a las Furias, las Parcas y las gorgonas. Las almas culpables eran confiadas a las Furias, que las conducían a través de las puertas del Tártaro. Visualmente aterradoras, las tres hermanas (Alecto, Tisífone y Megera) tenían serpientes entrelazadas en el pelo y sangre que goteaba de sus ojos. Plutón las utilizaba «para castigar y atormentar a las sombras que durante su carrera terrenal habían cometido crímenes» (Berens 139). Perseguían y castigaban, entre otros, a asesinos y perjuros.
Las tres Parcas (Moiras) se sentaban cerca del trono de Plutón y determinaban la duración y la dirección de la vida de una persona. Nona hilaba el hilo de la vida, Décima medía el hilo, determinando su longitud, mientras que Morta utilizaba sus tijeras para cortar el hilo. Sus equivalentes griegas eran Cloto, Láquesis y Átropos, respectivamente.
Por último, estaban las gorgonas que invocaban un gran temor en todos los humanos (Esteno, Euríale y Medusa) «y eran la personificación de esas sensaciones entumecidas y petrificantes que resultan de un miedo repentino y extremo» (Berens 146). Eran monstruos alados con serpientes siseantes alrededor de la cabeza. Cualquier mortal que los viera se convertía instantáneamente en piedra. Medusa, la única mortal, fue asesinada por Perseo.
Tártaro
El Tártaro tiene su parte de pecadores notables. Dos cometieron el error de faltar al respeto a Juno. Tito era un gigante que insultó a Juno (estaba encadenado, como Prometeo) y un buitre le devoraba el hígado. Ixión, rey de Lápita, cometió el error de coquetear con Juno. A Júpiter no le hizo ninguna gracia, así que Ixión fue atado a una rueda de fuego que giraba constantemente. Tántalo, rey de Corinto, engañó a los dioses. Para expiar sus actos, los invitó a un banquete en el que sirvió a su hijo Pélope muerto y cocinado. Sintiendo que algo iba mal, los dioses se negaron a comer, excepto la afligida Ceres. Ella probó un bocado de lo que era su hombro. Los dioses devolvieron la vida al muchacho, que recibió un hombro de marfil fabricado por Vulcano (Hefesto) a petición de Ceres. En el Tártaro, Tántalo debe permanecer en un estanque de agua bajo un árbol frutal. Sediento, se inclina para beber, pero el agua retroce. Hambriento, intenta alcanzar la fruta, pero la rama se balancea hacia arriba. Está condenado al hambre y la sed eternas. Por último, Sísifo, otro engañador, fue condenado a hacer rodar una enorme piedra colina arriba, pero antes de llegar a la cima, la piedra rueda colina abajo. Debe hacer rodar la piedra eternamente, pero sin llegar nunca a la cima.
Orfeo y Eurídice estaban enamorados, pero la joven Eurídice murió por la mordedura de una serpiente. Orfeo tenía el corazón destrozado y juró ir al inframundo y recuperar a su gran amor. Utilizando sus dotes musicales, consiguió calmar al perro guardián de tres cabezas Cerbero.
Mientras hablaba así, acompañando las palabras con la música de su lira, los espíritus sin sangre lloraron; Tántalo no atrapó la ola que huía; la rueda de Ixión se detuvo maravillada; los buitres no desplumaron el hígado... y tú, oh Sísifo, te sentaste sobre tu piedra. (Ovidio 188)
Plutón permitió a Orfeo llevarse a su amada y regresar a la Tierra, pero con la advertencia de que no se volviera para ver a Eurídice o regresaría al inframundo. Orfeo no hizo caso de la advertencia y la perdió para siempre.
Culto y legado
No había templos dedicados a Plutón, pero sí altares. Dirigidos por un sacerdote vestido con túnicas negras, los sacrificios, normalmente nocturnos, consistían en ovejas negras o algún que otro humano. En la literatura medieval, Plutón aparece en la Divina Comedia de Dante Alighieri, presidiendo el cuarto círculo del Infierno. El mayor planeta enano (anteriormente considerado el noveno planeta) del sistema solar, recibió el nombre de Plutón, y sus lunas son Caronte, Estigia, Nix, Cerbero e Hidra.