La peste antonina, algunas veces denominada la peste de Galeno, estalló en 165 d.C., en el cénit del poder romano a través del mundo mediterráneo durante el reinado del último de los cinco emperadores buenos, Marco Aurelio Antonino (161-180 d.C.). La primera fase del brote duraría hasta 180 d.C. y afectaría a la totalidad del Imperio romano, mientras que un segundo brote tuvo lugar entre 251-266 d.C. y agravó los efectos del brote anterior. Algunos historiadores han sugerido que la peste representa un punto de inicio útil para entender el declive del Imperio romano en el oeste y también el fundamento de su caída final.
Síntomas
Galeno (129 - c. 216 d.C.), un médico griego y autor de Methodus Medendi, no solo presenció el brote sino que describió sus síntomas y curso. Entre los síntomas más comunes estaban la fiebre, la diarrea, los vómitos, la sed, la garganta inflamada y la tos. En particular, Galeno notó que la diarrea lucía negruzca, lo que sugería sangrado gastrointestinal. La tos producía un olor fétido en el aliento y un exantema, erupciones de la piel o sarpullido en todo el cuerpo que se distinguía por pápulas o erupciones rojas y negras:
De algunas de las que se habían ulcerado, aquella parte de la superficie llamada la costra se desprendía y, entonces, la parte circundante quedaba sana, y después de uno o dos días se convertía en cicatriz. En aquellos lugares donde no estaba ulcerado, el exantema era áspero y costroso y se desprendía como una cáscara y por lo tanto todo quedaba sano. (Littman & Littman, p. 246)
Aquellos infectados sufrían de la enfermedad por unas dos semanas. No todos los que adquirían la enfermedad morían y quienes sobrevivían desarrollaban inmunidad a brotes posteriores. Basándose en la descripción de Galeno los investigadores modernos han concluido que la enfermedad que más probablemente afectó al imperio fue la viruela.
Causa y propagación de la enfermedad
Es muy probable que la epidemia haya emergido en China poco antes del año 166 d.C. y se haya propagado hacia el occidente a lo largo de la Ruta de la Seda y por medio de las naves comerciales que se dirigían a Roma. En algún momento entre finales de 165 y comienzos de 166 d.C., el ejército romano entró en contacto con la enfermedad, durante el asedio a Seleucia (una ciudad importante en el río Tigris). Las tropas que regresaban de las guerras en el oriente propagaron la enfermedad hacia el norte, a la Galia, y entre las tropas acantonadas a lo largo del río Rin.
Surgieron dos leyendas diferentes que discuten los orígenes precisos de cómo llegó la peste a la población humana. En el primer relato, el general romano, posteriormente co-emperador, Lucio Vero, abrió una tumba sellada en Seleucia, durante el posterior saqueo de la ciudad, liberando así la enfermedad. La historia sugiere que la epidemia fue un castigo porque los romanos violaron el juramento a los dioses de no saquear la ciudad. En la segunda leyenda, un soldado romano abrió un cofre dorado en el templo de Apolo en Babilonia permitiendo que la plaga se escapara. Dos fuentes diferentes del siglo IV d.C., Res Gestae por Amiano Marcelino (c. 330-391 – 400 d.C.) y las biografías de Lucio Vero y Marco Aurelio, atribuyen el brote a la participación en un sacrilegio, violando el santuario de un dios y rompiendo el juramento. Otros romanos culparon a los cristianos de haber enfurecido a los dioses precipitando el brote.
La tasa de mortalidad y los efectos económicos
Hay mucho debate entre los estudiosos en relación a los efectos y las consecuencias de la epidemia en el Imperio romano. Este debate está enfocado en la metodología usada para contabilizar el número real de personas que murieron. El historiador romano Dion Casio (155-235 d.C.) estimó 2000 muertes por día en Roma en el momento cúspide del brote. En el segundo brote, el estimado de la tasa de mortalidad fue mucho mayor, ascendiendo a 5000 muertes por día. Es muy probable que el alto costo en vidas se debió a que la exposición a esta enfermedad era nueva para las poblaciones que vivían alrededor del Mediterráneo. La mortalidad aumenta cuando las enfermedades infecciosas se introducen en una “población virgen”, esto es, una población que carece de inmunidad hereditaria o adquirida a una enfermedad en particular. Se ha sugerido que pereció entre un cuarto y un tercio de la población total, estimada en 60-70 millones a través del imperio. Lo que es indiscutible es que Lucio Vero, co-emperador con Marco Aurelio, murió de la enfermedad en 169 d.C.; Marco Aurelio falleció 11 años después de la misma enfermedad. Irónicamente, fueron los soldados de Vero quienes contribuyeron a la propagación de la enfermedad desde el Oriente Próximo al resto del imperio.
En el inicio del brote de la peste, el ejército de Roma consistía de 28 legiones con un total de aproximadamente 150.000 hombres. Las legiones estaban bien entrenadas, bien armadas y bien preparadas, lo cual no les evitó contraer la enfermedad, enfermarse y morir. Independientemente de sus puestos, los legionarios contraían la enfermedad de los compañeros que habían estado de licencia y regresaban al servicio activo. Los enfermos y moribundos causaron una escasez de efectivos especialmente a lo largo de la fronteras germanas, debilitando así las capacidades de los romanos de defender el imperio. La falta de soldados disponibles hizo que Marco Aurelio reclutara a cualquier hombre sano que podía pelear: libertos, germanos, criminales y gladiadores. El agotamiento del suministro de gladiadores resultó en menos juegos en el país, lo cual molestó al pueblo romano que demandaba más entretenimiento, y no menos, durante una temporada de tensión intensa. El ejército formado por tan diversos sustitutos falló en su tarea: en 167 d.C., las tribus germánicas cruzaron el río Rin por primera vez en más de 200 años. El éxito de los ataques externos, especialmente de los germanos, facilitó el declive del ejército romano, lo cual, aunado a las perturbaciones económicas, contribuyó en última instancia a la decadencia y caída del imperio.
En términos generales, la aterradora cifra de muertos redujo el número de contribuyentes, reclutas para el ejército, candidatos para los cargos públicos, empresarios y agricultores. En un momento de aumento de los gastos para mantener el imperio y las fuerzas militares necesarias para garantizar su seguridad, los ingresos del gobierno decayeron. La disminución de los ingresos por impuestos fue atribuida a la menor producción de las explotaciones agrícolas ya que una menor cantidad de agricultores implicaba que quedaba demasiada tierra sin cultivar. La escasez de las cosechas causó aumentos de precios pronunciados junto con la disminución de los suministros de alimentos. El efecto de la peste en la economía no estuvo limitado al sector agrícola. Una menor cantidad de artesanos significó que se fabricasen menos cosas, lo cual obstaculizó las economías locales. El déficit de la fuerza laboral también condujo a salarios más altos para aquellos que sobrevivieron a la epidemia y la carencia de empresarios, mercaderes, comerciantes y financistas causó profundas interrupciones en el comercio doméstico e internacional. Todas estas recesiones significaron menos impuestos para el estado, el cual ya estaba sumamente presionado para cumplir con sus obligaciones financieras.
Efecto sobre la religión
El efecto de la enfermedad no estaba confinado a los ámbitos militar y económico. Marco Aurelio lanzó persecuciones contra los cristianos que se rehusaron a rendir homenaje a los dioses lo cual, creía el emperador, a su vez enfureció a los dioses, cuya cólera se manifestaba en forma de una epidemia devastadora. Irónicamente, los ataques anticristianos produjeron el efecto opuesto entre la población general.
A diferencia de los seguidores del sistema politeísta romano, los cristianos creían en una obligación de ayudar a otros en tiempo de necesidad, incluida la enfermedad. Los cristianos estuvieron dispuestos a satisfacer las necesidades más básicas, alimentación y agua para aquellos muy enfermos para valerse por sí mismos. Este simple nivel de atención de enfermería produjo buenos sentimientos entre los cristianos y sus vecinos paganos. Los cristianos a menudo permanecieron para prestar asistencia mientras que los paganos huían. Incluso, el cristianismo otorgaba un significado a la vida y a la muerte en tiempos de crisis. Aquellos que sobrevivían se consolaban sabiendo que sus seres amados, quienes morían como cristianos, podían recibir la recompensa del paraíso. La promesa cristiana de la salvación en la otra vida atrajo seguidores adicionales, expandiendo así el crecimiento del monoteísmo dentro de una cultura politeísta. La adquisición de seguidores estableció el contexto en el cual el cristianismo emergería como la única religión oficial del imperio.
La caída del Imperio
Cualquier discusión sobre el colapso del Imperio romano en el occidente comienza con The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (Decadencia y caída del Imperio romano) de Edward Gibbon. Gibbon no descartó el papel de los efectos de los brotes de enfermedades; con respecto a la peste de Justiniano (541-42 d.C.), Gibbon argumenta al comienzo de su obra de múltiples volúmenes que “la peste y el hambre contribuyeron a colmar la medida de las calamidades de Roma” (Vol. 1, p. 91). Gibbon le presta poca atención a la peste antonina, argumentando en cambio que las invasiones bárbaras, la pérdida de la virtud cívica romana y el auge del cristianismo representaron los papeles más importantes en la decadencia del imperio.
Últimamente, los investigadores e historiadores, tales como A. E. R. Boak, sugieren que la peste antonina, aunada a una serie de otros brotes, representa un punto de inicio útil para comprender el comienzo de la decadencia del Imperio romano en el oeste. En Manpower Shortage and the Fall of the Roman Empire (Escasez de mano de obra y la caída del Imperio romano), Boak afirma que el brote de peste del 166 d.C. contribuyó a una disminución en el crecimiento de la población, conduciendo a los militares a reclutar más campesinos y funcionarios locales en sus filas resultando en una menor producción de alimentos y una deficiencia en los asuntos cotidianos de apoyo en la administración de pueblos y ciudades, debilitando así las capacidades de Roma para repeler las invasiones bárbaras.
Eriny Hanna, en The Route to Crisis: Cities, Trade and Epidemics of the Roman Empire (La ruta hacia la crisis: ciudades, comercio y epidemias del Imperio romano), sostiene que “la cultura, el urbanismo y la interdependencia entre ciudades y provincias romanas” facilitaron la difusión de la enfermedad infecciosa creando así las bases para el colapso del imperio (Hanna, 1). Las ciudades superpobladas, las pobres dietas conducentes a la malnutrición y la falta de medidas sanitarias hicieron de las ciudades romanas epicentros de transmisión de enfermedades. Los contagios se esparcieron fácilmente a lo largo de las rutas de comercio terrestres y marítimas, las cuales conectaban las ciudades con las provincias periféricas.
Mas recientemente, Kyle Harper sugiere que “las paradojas del desarrollo social y la imprevisibilidad inherente a la naturaleza trabajaron en conjunto para provocar la desaparición de Roma” (Harper, 2). En otras palabras, el cambio del clima suministró el contexto ambiental para la introducción de nuevas y más catastróficas enfermedades incluyendo la peste antonina, la cual llegó al final de un período de clima más favorable y expuso al mundo a la viruela. Harper sostiene que la peste antonina fue la primera de tres pandemias devastadoras que incluyen a la peste cipriana o de Cipriano (249-262 d.C.) y la plaga de Justiniano (541-542 d.C.), las cuales sacudieron los cimientos del Imperio romano principalmente debido a las altas tasas de mortalidad. Las mismas fortalezas que a menudo caracterizan descripciones halagadoras del imperio de Roma (el ejército romano, la extensión del imperio, las extensas redes comerciales, la cantidad y tamaño de las ciudades romanas) finalmente ofrecieron la base para la transmisión de enfermedades devastadoras conduciendo a la caída del imperio.